"Seguro que no me dolerá, ¿verdad?", esa era la única pregunta que rondaba mi cabeza, al sentarme en el dichoso potro de torturas... Tendría que haber sospechado algo, cuando el dentista, con la nariz y la boca cubiertas por la aséptica mascarilla, y los ojos protegidos por unas enormes gafas traslúcidas, se limitó a asentir con la cabeza, mientras preparaba la anestesia... Si nunca me han gustado los dentistas, este tiene todas las papeletas para hacerse con el cargo de "tocapelotas mayor del reino", me pone muy nervioso tanto silencio...
De alguna manera, consigue inyectarme en la mandíbula superior derecha, y no me hace prácticamente daño... Le pido, eso sí, una doble dosis, porque he desarrollado una gran resistencia a los anestésicos por culpa de los daños colaterales de mi trabajo. Y si no fuera porque se me ha partido el premolar, me habría podido pasar perfectamente dos o tres años más sin sentarme en el sillón articulado...
"Le recuerdo que debe trabajar despacio, sin hacerme daño, o de lo contrario, se arrepentirá..." Cuando le veo coger ese inmenso berbiquí, empuño un con un poco más de fuerza la culata de mi pistola... pero al final, resulta que lo necesita para manipular el eje del sillón, facilitando de esa manera la extracción del premolar... Durante casi veinte minutos, huelo a diente quemado, cerámica, y desinfectantes, y cuando termina la tarea, reviso atentamente la reconstrucción de la pieza... Impecable...
Casi siento lástima cuando le pego un tiro entre los dos ojos, y otro en el corazón... No por haberme hecho daño, ni mucho menos... Sino porque soy un sicario... y me contrataron para matarle...
No hay comentarios:
Publicar un comentario