La casa está tan en silencio como cualquier otra mañana... y, sin embargo, sobre los ronquidos del gato, se impone un extraño sonido, mezcla de gorgoteo y explosión de vapor... La cafetera está en marcha, con la cantidad justa de agua y electricidad para que me dé tiempo a ducharme y vestirme, para llegar, puntual, a la cita... Y no es otra cosa que el brebaje, denso, negro como una noche sin sueños, sin luna... como el aroma se expande lentamente por el aire, y va despertando recuerdos en toda la casa...
Mi padre se levantaba antes que yo el fin de semana, y los efluvios de esta amarga infusión me llegaban, arrancándome lentamente del profundo sueño, y de niño, disfrutaba asomándome sobre su hombro... Yo era muy pequeño, y él me parecía tan grande, y yo seguía con interés su primer rito de la mañana, verter la cafetera hasta su gran taza, después azúcar, y terminar "asustando con leche" el aromático café...
Siempre estaba leyendo mientras desayunaba, a veces el periódico, mas casi siempre, un libro... Era, me parece, su momento preferido del día, el comienzo de una larga mañana fuera de casa... Después de comer, otro café... pero este, con menos parafernalia, sobre todo, si había pacientes a primera hora en la consulta...
Todavía recuerdo la primera vez que mi madre nos puso café a los dos... Aunque yo tomé leche asustada con café, y mi padre, café asustado con leche... Fue prácticamente un rito iniciático, o de madurez, el dejar atrás la leche sola o con Nesquick... Pero, sobre todo en los meses sucesivos, cuando yo descubrí que el café, cuanto más negro, más despertaba, tuvo lugar una incruenta batalla: el primero en levantarse, liquidaba el café preparado por mi madre, y no tenía más remedio que hacerse él solo otra cafetera...
Es cierto, no era tan complicado... Solo era necesario vaciar la cafetera pequeña, cargarla de nuevo, ponerla al fuego, y esperar unos minutos... Muchas veces, me parece que yo me tomaba el café con más ganas por fastidiar a mi padre, que porque me apeteciese realmente... Las hostilidades terminaron de la manera más lógica: mi madre compró una cafetera mucho más grande, y la compartíamos entre los dos... Se diría que el café sabía mejor si lo preparaba ella...
Durante muchos años, compartimos ritual, cafetera, y nuevas luchas por el poder y el espacio en la encimera de la cocina, mi libro evidentemente ocupaba menos que su periódico... y la única forma de desayunar tranquilo era esperando el segundo turno... o directamente, aplazándolo hasta el instituto (donde por cierto no había cafetería) y la facultad... Aquellos cafés en la barra del bar, con el croisán a la plancha con mermelada, o el Donut si te corría prisa...
Con la enfermedad, mi padre dejó de tomar café, pero mi madre tomaba el relevo, y las mañanas seguían oliendo a magia negra y antiguos ritos... Luego, durante una temporada dejé de tomar café para desayunar... Y ahora, por falta de tiempo, mas sobre todo por pereza, ya no tomo café en casa... salvo aquellas veces en que mi suegra lo ha preparado el fin de semana, cuando vienen a vernos... y sigo desayunando en la cafetería del trabajo...
El primer café de la mañana... Lo que me despierta todos los días... Que me ancla a la vida... Que me ayuda a concentrarme... Con su toque de amargura, a pesar del azúcar... Y con la promesa de que habrá otro día, otro amanecer...
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