lunes, 15 de febrero de 2016

EL FINAL DEL VIAJE.


Solo un minuto. Sesenta segundos. Y sin embargo, qué lentos están pasando.

Ella. Siempre ella. Con sus manías y sus fobias. Sus miedos y sus esperanzas. Sus odios y sus temores.

Es el fin de una etapa. La última casilla del juego. El despertar.

Atrás quedan mil recuerdos. Centenares de charlas a medianoche. Decenas de libros compartidos. Unas cuantas películas. Y recuerdos. Y risas. Y lágrimas. Y abrazos no vividos. Y besos sin robar. Y silencios. Demasiados.

Pero me cansé del juego. De las persecuciones. De ocultar mis sentimientos. De llorar en silencio al colgar. De no poder dar un paso adelante sin su compañía. De soñar. Quiero realidades. Busco respuestas. Y las voy a tener hoy. Ahora. Ya.

Esta mañana he cogido un autobús rumbo a su ciudad. He pasado la tarde dando vueltas por el casco histórico, sumergiéndome en su entorno, en sus calles y plazas, buscando tal vez el leve rastro de su perfume entre la gente. Incluso me he metido en una tetería de la que hablamos hace tanto tiempo que podría ser otra vida. El té caliente me ha hecho añorarla con más fuerza, mientras bajaba lentamente por mi garganta. Pensando en ella. En su garzo cuello. En sus manos largas. La he imaginado ante mí con tantas fuerzas que casi podía verla, olerla, degustarla, besarla. Pero no era más que un sueño lúcido. Una entelequia. Un espejismo.

Pero esta noche obtendré respuestas. Ya es la hora. Cojo un taxi que me lleva a su lugar de trabajo, la Biblioteca Municipal. El control de tiempo es fundamental. No quiero molestarla en mitad de la jornada, pero tampoco puedo permitirme llegar demasiado tarde.

Porque tenemos que hablar. Con calma. De tantas cosas. La calle está silenciosa cuando me bajo del taxi. Está en las afueras de la ciudad. Nadie a la vista. La Biblioteca brilla como un faro en la distancia. Sus luces me llaman, poderosamente. Reuniendo fuerzas y coraje, abro la puerta.

Es como entrar en otro mundo. De silencio. Cálido. Cargado de recuerdos y añoranzas. Las estanterías se prolongan de pared a pared. Los libros, perfectamente ordenados, me dan la bienvenida, como viejos amigos tras un largo viaje. Crean un universo en el que me siento cómodo, a salvo.
Ahora sólo me queda enfrentarme a mi némesis. A mi amada.

Pregunto por ella en el mostrador de la recepción y me indican cómo llegar a su despacho. Llamo a la puerta. Me dice que pase. Se queda sin habla por la sorpresa. Aprovecho el momento para darle dos besos y un abrazo. “Has venido”, me dice, mientras se sienta de nuevo en su silla, al otro lado de la mesa. “No te esperaba”. “Lo sé”, le respondo, “pero tenía que verte, estar a tu lado, conocerte por fin, después de tanto tiempo. Espero que no te importe.” “No, al revés, me encanta… pero no esperaba conocerte así, de repente…” “Ya… Te avisé hace un par de semanas, pero está claro que no me hiciste caso. Así que ¡sorpresa!”.
Nos miramos durante unos minutos, en silencio, separados apenas por la mesa, y por nuestros propios miedos. Es un silencio cómodo, cargado de palabras, de sentimientos, de sueños, y de realidades. Somos como dos barcos que se cruzan en la tormenta.

“Te he traído algo”, le digo, al mismo tiempo que le entrego el libro, y la carta. Abre el paquete, con manos un poquito temblorosas. Desdobla la carta, y empieza a leerla, en silencio.

Y aquí estoy, en silencio. El reloj de la pared marca las ocho y veinte de la tarde. Las manecillas parecen detenerse. De repente, ella levanta la cabeza, me mira con sus preciosos ojos marrones, y sigue leyendo. Pasan dos minutos más. Me mira de nuevo mientras dobla la carta y la guarda de nuevo en el libro. Se levanta, rodeando la mesa. Me dice “levántate”.

Y en ese momento, me da un beso, me abraza. Y sé que mi viaje ha terminado. Y empieza uno nuevo, a su lado.



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