Solo
un minuto. Sesenta segundos. Y
sin embargo, qué lentos están pasando.
Ella.
Siempre ella. Con sus manías y sus fobias. Sus miedos y sus esperanzas. Sus
odios y sus temores.
Es
el fin de una etapa. La última casilla del juego. El despertar.
Atrás
quedan mil recuerdos. Centenares de charlas a medianoche. Decenas de libros
compartidos. Unas cuantas películas. Y
recuerdos. Y
risas. Y
lágrimas. Y
abrazos no vividos. Y
besos sin robar. Y
silencios. Demasiados.
Pero
me cansé del juego. De las persecuciones. De ocultar mis sentimientos. De
llorar en silencio al colgar. De no poder dar un paso adelante sin su compañía.
De soñar. Quiero
realidades. Busco respuestas. Y las voy a tener hoy. Ahora. Ya.
Esta
mañana he cogido un autobús rumbo a su ciudad. He pasado la tarde dando vueltas
por el casco histórico, sumergiéndome en su entorno, en sus calles y plazas,
buscando tal vez el leve rastro de su perfume entre la gente. Incluso me he
metido en una tetería de la que hablamos hace tanto tiempo que podría ser otra
vida. El té caliente me ha hecho añorarla con más fuerza, mientras bajaba
lentamente por mi garganta. Pensando en ella. En su garzo cuello. En sus manos
largas. La he imaginado ante mí con tantas fuerzas que casi podía verla,
olerla, degustarla, besarla. Pero no era más que un sueño lúcido. Una
entelequia. Un espejismo.
Pero
esta noche obtendré respuestas. Ya es la hora. Cojo un taxi que me lleva a su
lugar de trabajo, la Biblioteca Municipal. El control de tiempo es fundamental.
No quiero molestarla en mitad de la jornada, pero tampoco puedo permitirme
llegar demasiado tarde.
Porque
tenemos que hablar. Con calma. De tantas cosas. La calle está silenciosa cuando
me bajo del taxi. Está en las afueras de la ciudad. Nadie a la vista. La Biblioteca
brilla como un faro en la distancia. Sus luces me llaman, poderosamente.
Reuniendo fuerzas y coraje, abro la puerta.
Es
como entrar en otro mundo. De silencio. Cálido. Cargado de recuerdos y
añoranzas. Las estanterías se prolongan de pared a pared. Los libros,
perfectamente ordenados, me dan la bienvenida, como viejos amigos tras un largo
viaje. Crean un universo en el que me siento cómodo, a salvo.
Ahora
sólo me queda enfrentarme a mi némesis. A mi amada.
Pregunto
por ella en el mostrador de la recepción y me indican cómo llegar a su
despacho. Llamo a la puerta. Me dice que pase. Se queda sin habla por la
sorpresa. Aprovecho el momento para darle dos besos y un abrazo. “Has venido”,
me dice, mientras se sienta de nuevo en su silla, al otro lado de la mesa. “No
te esperaba”. “Lo sé”, le respondo, “pero tenía que verte, estar a tu lado,
conocerte por fin, después de tanto tiempo. Espero que no te importe.” “No, al
revés, me encanta… pero no esperaba conocerte así, de repente…” “Ya… Te avisé
hace un par de semanas, pero está claro que no me hiciste caso. Así que
¡sorpresa!”.
Nos
miramos durante unos minutos, en silencio, separados apenas por la mesa, y por
nuestros propios miedos. Es un silencio cómodo, cargado de palabras, de
sentimientos, de sueños, y de realidades. Somos como dos barcos que se cruzan
en la tormenta.
“Te
he traído algo”, le digo, al mismo tiempo que le entrego el libro, y la carta.
Abre el paquete, con manos un poquito temblorosas. Desdobla la carta, y empieza
a leerla, en silencio.
Y
aquí estoy, en silencio. El reloj de la pared marca las ocho y veinte de la
tarde. Las manecillas parecen detenerse. De repente, ella levanta la cabeza, me
mira con sus preciosos ojos marrones, y sigue leyendo. Pasan
dos minutos más. Me mira de nuevo mientras dobla la carta y la guarda de nuevo
en el libro. Se levanta, rodeando la mesa. Me dice “levántate”.
Y
en ese momento, me da un beso, me abraza. Y
sé que mi viaje ha terminado. Y empieza uno nuevo, a su lado.
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