lunes, 15 de febrero de 2016

PALABRAS DE AMOR...

Esta es una historia de buenos y malos, de ganadores y de perdedores, de caballeros muertos de amor (y de hambre), de esquivas damas, y de bufones poetas…

Todo empezó hace muchos años, en una ciudad palaciega, en la que vivía un caballero de escasos recursos, aficionado a la poesía, a los relatos amorosos y a las bellas letras. Nuestro caballero trabajaba durante la semana en la notaría de don Benito Cifuentes, como pasante, y eso, junto con las rentas de unos terrenos en Extremadura, le permitía sobrevivir con cierta holgura.

Más allá de su habilidad como pasante, que era indiscutible, lo que  más valoraba don Benito Cifuentes era su agilidad mental y sobre todo su hermosísima letra. En aquellos tiempos, la caligrafía era un arte, y se apreciaba grandemente, sobre todo en los documentos oficiales pues ¿Quién no querría tener su certificado de limpieza de sangre en hermosa tipografía gótica? ¿Acaso no tiene más lustre y empaque un testamento o unas capitulaciones pre matrimoniales bien escritas e iluminadas como si fueran un códice medieval?

Y por eso, era famosa la seriedad y buen pulso de Hernando López… Y viendo su vida, tan organizada, tan dúctil, nadie imaginaría que en el corazón de este docto personaje que ya peinaba canas habitaba una pasión devoradora. Pues nuestro caballero de vida ordenada y tranquila estaba perdidamente enamorado de Isabela Rodríguez, una de las damas de compañía de la reina.

Cómo se conocieron es todo un misterio, puesto que los servicios de Hernando no solían ser solicitados en la Corte, donde abundaban los escribas y amanuenses de toda condición, pero se comenta que el valido de la corte, don Ricardo del Campo tuvo la necesidad de los servicios de don Benito Cifuentes para solucionar un problema de una sucesión, y que el testamento había sido escrito e ilustrado precisamente por Hernando. Ante semejante dominio del cálamo y la tinta china, y maravillado por el detalle de las miniaturas que lo ilustraban, el valido pidió examinar otras muestras del talento de este “valiosísimo pasante”.

Al día siguiente, Hernando acompañó a don Benito, llevando un amplio surtido de su caligrafía en testamentos, cesiones de terrenos, concesiones de privilegios y venta de indulgencias, que dejaron maravillado a don Ricardo… Quien sin embargo se quedó con ganas de ver algo menos serio, más profano, un poema por ejemplo. “No hace falta que sea original, por supuesto”, le tranquilizó el valido, “pero sí es importante que esté bellamente ilustrado”.

Empezó de esa forma la relación entre don Ricardo, don Benito y Hernando. Casi todas las semanas, era citado por el valido, quien coleccionaba las muestras de hermosa caligrafía. Al principio, Hernando se sentía un poco molesto por semejante trasiego, pero fue en una de aquellas visitas cuando conoció a Isabela Rodríguez. Nunca se le olvidaría el momento: “Lo primero que vi fue su melena pelirroja, rebelde, casi con vida propia. Luego sus ojos, marrones, oscuros y chiquititos. Después su nariz algo respingona, y sus hermosos labios. La vi solo unos minutos, mientras hacía antesala, y me quedé atontado. Jamás había visto tanta belleza junta.”

De inmediato pensó en preguntarle al chambelán quién era aquella persona, pero la única respuesta que obtuvo fue “Una de las damas de la reina… Demasiado para un picapleitos como usted”. El resto de la semana, Hernando se la pasó en las nubes, deseando que llegara el momento de volver a palacio, puesto que aquellas audiencias con el valido eran su única oportunidad de traspasar los muros, y al mismo tiempo temeroso de no volver a verla, de no poder averiguar su nombre.

Pero allí estaba ella, hablando con otras damas de la reina, mientras su majestad se reunía con el valido, “Entonces fui capaz de mirarla con más detenimiento, su largo cuello, su piel blanca, sus hermosas clavículas, el nacimiento de sus senos revelado por el vestido de corte, la silueta de sus caderas… fue entonces cuando decidí que, en vez de copiar un nuevo poema, le compondría uno, a mi hermosa dama…” Durante varios días, Hernando se enfrentó a la hoja en blanco, intentando expresar sus sentimientos, pero incluso solo de imaginársela frente a él le entraba un ataque de timidez… Pero al final, aquella noche de luna llena, consiguió escribirle su primer poema de amor… 

Empezaba así:

“No es verdad que no te ame
Aunque no te hable de amor,
Es que mi corazón está roto,
Y en tus manos lo deposito
Por si lo puedes enmendar…”

A la semana siguiente, pues las visitas al valido seguían siendo los lunes, miércoles y viernes, Hernando se dirigió a palacio, deseando ver a su hermosa dama, o por lo menos averiguar su nombre. Pero no tuvo suerte, ni esa semana ni la siguiente, puesto que la reina y la corte se habían desplazado al Norte. Aquellos días de ausencia le permitieron a Hernando aclararse sobre sus sentimientos, y seguir escribiendo poemas de amor, aunque solo le presentaba al valido los más hermosos, siempre afirmando que eran la traducción de la obra de un famoso trovador francés, puesto que le resultaba duro confesar que él, un hombre de Justicia, pudiera perder el tiempo con la poesía.

Lo que Hernando no sabía era que don Ricardo, el valido, estaba divulgando los poemas entre las damas de la reina, con la esperanza de llegar a su majestad y hacer méritos ante ella… ¡como si fueran suyos! En toda la corte se hablaba del tema, maravillados por los nuevos y recién descubiertos talentos de tan importante personaje… Mientras que el pobre Hernando se esforzaba en crear un poema nuevo cada visita, era otro quien se llevaba el mérito. Y ni siquiera sabía el nombre de su amada, ni mucho menos había escuchado el sonido de su voz, que se le antojaba hermosa y cantarina.
Por fin, varios meses después del inicio de la aventura, Hernán vio cumplido su deseo de conocer el nombre de la bella muchacha que había robado sus pensamientos: Isabela Rodríguez, y por fin pudo escuchar el tono de su voz… Era tan cantarina como él había imaginado, aunque lo que le dijo le sumió en la tristeza, puesto que la escuchó declamando uno de sus poemas, ¡Y atribuyendo el mérito al valido!

¿Cómo podía sacarla de su error, y a la vez revelarle sus sentimientos, cuando era tantas las cosas que las separaban?¿De qué manera podía enfrentarse a tan poderoso personaje?

El propio valido le otorgó la posibilidad, al convocar un concurso de poesía, “para entretenimiento y solaz de la Corte”. Aquella misma mañana de octubre había obtenido el último poema de Hernando, y estaba dispuesto a declamarlo ante la reina, bueno, más bien a leerlo con su voz engolada. La lectura empezó sin problemas, mas de repente, entre los candidatos, se alzó la voz de Hernando. “Ese poema es mío, y puedo demostrarlo”. El valido hizo una señal a los guardias, para que se llevasen “a ese caballerete alborotador”. Hernando se sentía perdido, mas en aquél momento Isabela intercedió por él ante la reina: “Dejadle pues su majestad que demuestre la autoría de éste poema”.

La reina accedió, no se sabe si seducida por el entusiasmo juvenil de Isabela, o movida por la curiosidad de saber quién era este hombre capaz de enfrentarse al mismísimo valido. Y entonces Hernando se puso a recitar, verso por verso, el poema del que en teoría era el valido su autor. Y siguió recitando sus poemas de amor, mientras miraba fijamente a Isabela.

La dama se sonrojó, pues comprendió que para ella eran aquellos veinte poemas de amor que había leído con deleite en aquellos meses. Y en su corazón nació un hermoso sentimiento para con aquél valiente…

Y cuentan en la corte que por fin el amor de Hernando por Isabela fue correspondido; y que a la reina le pareció bien; por lo que en breve tiempo el escribiente compaginó sus labores en el bufete con las de poeta real… Y varios meses más tarde, con el beneplácito de su majestad, Hernando e Isabela se casaron, y tuvieron un hermoso hijo; mientras que el valido tramaba su venganza…

Pero esa es otra historia…


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