Hacía
mucho frío aquella tarde en el bosque de Moria, y por eso me decidí a entrar en
la Taberna del Ahorcado. En condiciones normales, es decir, viajando con la
familia, nunca habría entrado en semejante lugar por su mala fama, pero ¡Qué
demonios!, allí servían el mejor hidromiel de toda la comarca.
Al
principio me costó un poco habituar los ojos a la penumbra del ambiente, pero
si tenemos en cuenta el tipo de público que acudía a la taberna en la víspera
de todos los santos (brujas y elfos incluidos), lo mejor que podía hacer era
dedicarme a mi bebida y no meterme en líos. Sin embargo, mis buenas intenciones
se quedaron en nada en cuanto empezó a hablar el viejo lobo feroz.
-
“Lobo”,
le dijo el tabernero, “ya sabes que la primera copa corre siempre de la casa,
pero las siguientes las tendrás que pagar”.
-
“Pero
es que mi pena es muy grande, y sólo puedo ahogarla con alcohol… Tal vez
alguien esté dispuesto a invitarme a un par de rondas a cambio de escuchar mi
historia”, respondió.
Como
siempre me han gustado las buenas historias, le hice una señal al viejo lobo,
para que se acercase a mi lado de la barra; y otra al tabernero, para que
sirviese la primera ronda.
-
“No
se crea usted, joven, que yo siempre he sido un deshecho como ahora… No, en mis
buenos tiempos, yo era el lobo más valeroso y hermoso de la Comarca, hasta tal
punto que los ganaderos me pagaban por devorar a sus reses más enfermas e
improductivas, y mi piel era la envidia de todos los peleteros, de puro densa y
suave. Mi vida era por lo tanto muy tranquila, hasta que apareció ella…”
-
“¿Caperucita
roja?”
-
“No,
su abuelita… Era una anciana de lo más entrañable, de larga melena blanca, ojos
dulces, mirada miope, y como pude descubrir más tarde, toda una tramposa
jugando al póker. Descubrí la cabaña una tarde que estaba paseando por el
bosque. Como tenía mucha sed, llamé a la puerta, y le pedí un vasito de agua.
La abuelita, Candelas se llamaba, me invitó a pasar, e incluso me sirvió un
buen trozo de pastel de ruibarbo. Empezamos a hablar, una cosa llevó a la otra,
y antes de darnos cuenta, ya éramos como una de esas parejas de viejos amigos
que han pasado toda la vida juntos.”
-
“Sin
embargo, no es eso lo que decía Caperucita…”
-
"“¡Esa
niña es una envidiosa! Candelas y yo llevábamos ya un par de meses quedando
juntos todas las tardes de seis a nueve para jugar al póquer, leer en voz alta
las Fábulas de Samaniego y comentar los últimos cotilleos de Facebook, cuando
una tarde, apareció esa niñata casquivana…”
-
“¿La
abuelita tenía internet?”
-
“Sí,
y de banda ancha. Pero esa no es la historia. El caso es que esa niñata,
después de haber dejado a Candelas sola en el bosque durante más de cuatro
meses, apareció por allí una tarde, con sus mallas rojas, su blusa blanca
escotada y su capa de látex, marcando formas. Le traía a su abuelita una
tableta de turrón del blando, una lata de berberechos y medio jamón de pata
negra, pero lo que de verdad quería hacer era comprobar si seguía cobrando la
pensión, para pedirle un préstamo y comprarse una Vespa roja que había visto en
Ebay. Pero claro, con lo que no contaba era con mi presencia, pues le aconsejé
a Candelas que no le dejase el dinero y se lo gastase en comprarse una nueva
dentadura postiza. Eso a Caperucita le molestó mucho. Por eso a los dos días
volvió acompañada del cazador, y se llevaron a la dulce Candelas a una
residencia de ancianos, y vendieron la casita del bosque. Desde entonces, esa
mala pécora de Caperucita no ha hecho más que mentir sobre mis relaciones con
la abuelita, hablando de abusos deshonestos, y ya ni siquiera me dejan ir a
verla… Por eso, mi vida es muy triste, porque he perdido a mi mejor amiga por
culpa de una niñata casquivana…”
¡Pobre
lobo feroz! Mejor no le digo que hace varios meses me casé con Caperucita Roja,
y que estamos viviendo en la cabaña del bosque… Y mucho menos que Candelas
murió hace medio año… y que sus últimas palabras fueron para “el viejo y
querido lobo feroz…”
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