“La
primera a la izquierda y luego la segunda a la derecha, no tiene pérdida,
señor”. Y me lo dice así, tan contento. Menudo servicio de habitaciones el de
este hotel. Incluso he tenido que dejarles una propina para que me ayudasen con
las maletas. ¡Cómo está el servicio!
Pero
claro, todo en este dichoso viaje está saliendo mal, o por lo menos, está
siendo mucho más complicado de lo que yo esperaba. Eso me pasa por hacer caso a
mi mujer. No, si en el fondo la culpa la tiene ella.
“¿Querido?
Hace mucho tiempo que no salimos de viaje juntos, los niños son lo bastante
grandes para disfrutar con una nueva experiencia, y he visto en la red una
oferta M-A-R-A-V-I-L-L-O-S-A para ir a Nueva York.”
Y
claro, lo siguiente que ha hecho, sin apenas preguntarme, ha sido comprar los
billetes. Utilizando mi tarjeta de crédito. ¿Qué otra tarjeta va a poder
utilizar la muy meticona, salvo la mía? Porque… ¿quién trabaja en casa? Yo.
¿Quién vuelve a casa todos los días, reventado, de la fábrica? Yo. ¿Quién desea
solamente una cerveza fresquita, unas patatas fritas, y un ratito de silencio
en el sillón de orejas? Yo.
¿Y
con qué me encuentro día sí día no? Con el puto apocalipsis caníbal. Claro que,
¿quién nos mandaba tener tantos hijos? Uno estaba perfecto, era lo ideal, un
entretenimiento para Clarissa. Y por eso le llamamos Adrián. Pero luego
vinieron Manuel, Serguei, Celestina, Clara, Doris y Atila. Debo reconocer que
Atila ha sido siempre mi favorito… Picarón, el capricho de papá. Parece mentira
cómo se las apaña para hacer todo lo que quiere y lograr que le echen la culpa
a uno de los mayores…
Pero
volvamos al viaje. Además, tenía que ser a Nueva York precisamente. No hay
destinos en América, y tenemos que ir justamente a la ciudad en la que vive la
hermana de Clarissa: la insoportable Matilde. Y claro, “ya que estamos”, me
tocará ir a verla, con toda la familia, para que empiece a juzgarnos desde su
pedestal de ser la Presidenta del Tribunal de Apelación del Bronx. Y nos
empezará a contar sus batallitas, sus últimos casos, y tal vez se empeñe
incluso en que vayamos a verla a su trabajo, paseándonos por las salas y los
inmensos espacios comunes del edificio, donde se desarrolla “la Justicia hasta
sus últimas consecuencias”. ¡Pero qué pedante es!
Debo
reconocer que el viaje estaba bastante bien organizado. Nos han venido a buscar
a casa con un monovolumen, en el que han cabido holgadamente las maletas (¿pero
cuántas maletas hacen falta para pasar diez días en Nueva York? Pues eso, una
por viajero) y nuestra tribu. En muy poco tiempo hemos llegado al aeropuerto, y
aunque estaba muy lleno de gente, hemos conseguido que nos atendieran en el
mostrador de facturación de nuestra compañía. Low cost tenía que ser, por
supuesto, así que he tenido que pagar por el exceso de equipaje. Luego, ya en
la ciudad, nos ha costado tanto encontrar un taxi, que al final he recurrido a
uno de esos ilegales, con los que ajustas el precio antes de salir. Era un
señor pakistaní de lo más amable.
El
hotel no está nada mal. Muy cerca de Central Park (mañana al levantarme quiero
irme a correr bordeando el lago, quizás encontraré una estrella jajaja). Como
están acostumbrados a las familias numerosas como las nuestra, nos han puesto
en dos habitaciones colindantes. Con literas. Atila y Doris duermen con
nosotros, los demás en la 306.
Pero
el pequeño se ha puesto enfermo, no será nada, un simple mareo, ha vomitado,
tal vez por culpa de la comida del avión. Y no hay manera de que Clarissa se
tranquilice, así que me ha tocado llamar a la Recepción del Hotel, enterarme de
dónde estaba la farmacia más próxima (tenemos una en nuestra misma planta),
girando “la primera a la izquierda, y luego la segunda a la derecha”.
Y
aquí me tienes, a mis años, llevando con mis patitas (por algo soy el cucaracho
de la casa) una gigantesca aspirina que tendrá que durarnos para los diez días de estancia…
PLOFF
“Tengo que avisar al
servicio de habitaciones. Acabo de matar una cucaracha en el pasillo. Y estaba
haciendo rodar una pastilla con las patitas delanteras.”
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