lunes, 15 de febrero de 2016

PALABRAS DE AMOR...

Esta es una historia de buenos y malos, de ganadores y de perdedores, de caballeros muertos de amor (y de hambre), de esquivas damas, y de bufones poetas…

Todo empezó hace muchos años, en una ciudad palaciega, en la que vivía un caballero de escasos recursos, aficionado a la poesía, a los relatos amorosos y a las bellas letras. Nuestro caballero trabajaba durante la semana en la notaría de don Benito Cifuentes, como pasante, y eso, junto con las rentas de unos terrenos en Extremadura, le permitía sobrevivir con cierta holgura.

Más allá de su habilidad como pasante, que era indiscutible, lo que  más valoraba don Benito Cifuentes era su agilidad mental y sobre todo su hermosísima letra. En aquellos tiempos, la caligrafía era un arte, y se apreciaba grandemente, sobre todo en los documentos oficiales pues ¿Quién no querría tener su certificado de limpieza de sangre en hermosa tipografía gótica? ¿Acaso no tiene más lustre y empaque un testamento o unas capitulaciones pre matrimoniales bien escritas e iluminadas como si fueran un códice medieval?

Y por eso, era famosa la seriedad y buen pulso de Hernando López… Y viendo su vida, tan organizada, tan dúctil, nadie imaginaría que en el corazón de este docto personaje que ya peinaba canas habitaba una pasión devoradora. Pues nuestro caballero de vida ordenada y tranquila estaba perdidamente enamorado de Isabela Rodríguez, una de las damas de compañía de la reina.

Cómo se conocieron es todo un misterio, puesto que los servicios de Hernando no solían ser solicitados en la Corte, donde abundaban los escribas y amanuenses de toda condición, pero se comenta que el valido de la corte, don Ricardo del Campo tuvo la necesidad de los servicios de don Benito Cifuentes para solucionar un problema de una sucesión, y que el testamento había sido escrito e ilustrado precisamente por Hernando. Ante semejante dominio del cálamo y la tinta china, y maravillado por el detalle de las miniaturas que lo ilustraban, el valido pidió examinar otras muestras del talento de este “valiosísimo pasante”.

Al día siguiente, Hernando acompañó a don Benito, llevando un amplio surtido de su caligrafía en testamentos, cesiones de terrenos, concesiones de privilegios y venta de indulgencias, que dejaron maravillado a don Ricardo… Quien sin embargo se quedó con ganas de ver algo menos serio, más profano, un poema por ejemplo. “No hace falta que sea original, por supuesto”, le tranquilizó el valido, “pero sí es importante que esté bellamente ilustrado”.

Empezó de esa forma la relación entre don Ricardo, don Benito y Hernando. Casi todas las semanas, era citado por el valido, quien coleccionaba las muestras de hermosa caligrafía. Al principio, Hernando se sentía un poco molesto por semejante trasiego, pero fue en una de aquellas visitas cuando conoció a Isabela Rodríguez. Nunca se le olvidaría el momento: “Lo primero que vi fue su melena pelirroja, rebelde, casi con vida propia. Luego sus ojos, marrones, oscuros y chiquititos. Después su nariz algo respingona, y sus hermosos labios. La vi solo unos minutos, mientras hacía antesala, y me quedé atontado. Jamás había visto tanta belleza junta.”

De inmediato pensó en preguntarle al chambelán quién era aquella persona, pero la única respuesta que obtuvo fue “Una de las damas de la reina… Demasiado para un picapleitos como usted”. El resto de la semana, Hernando se la pasó en las nubes, deseando que llegara el momento de volver a palacio, puesto que aquellas audiencias con el valido eran su única oportunidad de traspasar los muros, y al mismo tiempo temeroso de no volver a verla, de no poder averiguar su nombre.

Pero allí estaba ella, hablando con otras damas de la reina, mientras su majestad se reunía con el valido, “Entonces fui capaz de mirarla con más detenimiento, su largo cuello, su piel blanca, sus hermosas clavículas, el nacimiento de sus senos revelado por el vestido de corte, la silueta de sus caderas… fue entonces cuando decidí que, en vez de copiar un nuevo poema, le compondría uno, a mi hermosa dama…” Durante varios días, Hernando se enfrentó a la hoja en blanco, intentando expresar sus sentimientos, pero incluso solo de imaginársela frente a él le entraba un ataque de timidez… Pero al final, aquella noche de luna llena, consiguió escribirle su primer poema de amor… 

Empezaba así:

“No es verdad que no te ame
Aunque no te hable de amor,
Es que mi corazón está roto,
Y en tus manos lo deposito
Por si lo puedes enmendar…”

A la semana siguiente, pues las visitas al valido seguían siendo los lunes, miércoles y viernes, Hernando se dirigió a palacio, deseando ver a su hermosa dama, o por lo menos averiguar su nombre. Pero no tuvo suerte, ni esa semana ni la siguiente, puesto que la reina y la corte se habían desplazado al Norte. Aquellos días de ausencia le permitieron a Hernando aclararse sobre sus sentimientos, y seguir escribiendo poemas de amor, aunque solo le presentaba al valido los más hermosos, siempre afirmando que eran la traducción de la obra de un famoso trovador francés, puesto que le resultaba duro confesar que él, un hombre de Justicia, pudiera perder el tiempo con la poesía.

Lo que Hernando no sabía era que don Ricardo, el valido, estaba divulgando los poemas entre las damas de la reina, con la esperanza de llegar a su majestad y hacer méritos ante ella… ¡como si fueran suyos! En toda la corte se hablaba del tema, maravillados por los nuevos y recién descubiertos talentos de tan importante personaje… Mientras que el pobre Hernando se esforzaba en crear un poema nuevo cada visita, era otro quien se llevaba el mérito. Y ni siquiera sabía el nombre de su amada, ni mucho menos había escuchado el sonido de su voz, que se le antojaba hermosa y cantarina.
Por fin, varios meses después del inicio de la aventura, Hernán vio cumplido su deseo de conocer el nombre de la bella muchacha que había robado sus pensamientos: Isabela Rodríguez, y por fin pudo escuchar el tono de su voz… Era tan cantarina como él había imaginado, aunque lo que le dijo le sumió en la tristeza, puesto que la escuchó declamando uno de sus poemas, ¡Y atribuyendo el mérito al valido!

¿Cómo podía sacarla de su error, y a la vez revelarle sus sentimientos, cuando era tantas las cosas que las separaban?¿De qué manera podía enfrentarse a tan poderoso personaje?

El propio valido le otorgó la posibilidad, al convocar un concurso de poesía, “para entretenimiento y solaz de la Corte”. Aquella misma mañana de octubre había obtenido el último poema de Hernando, y estaba dispuesto a declamarlo ante la reina, bueno, más bien a leerlo con su voz engolada. La lectura empezó sin problemas, mas de repente, entre los candidatos, se alzó la voz de Hernando. “Ese poema es mío, y puedo demostrarlo”. El valido hizo una señal a los guardias, para que se llevasen “a ese caballerete alborotador”. Hernando se sentía perdido, mas en aquél momento Isabela intercedió por él ante la reina: “Dejadle pues su majestad que demuestre la autoría de éste poema”.

La reina accedió, no se sabe si seducida por el entusiasmo juvenil de Isabela, o movida por la curiosidad de saber quién era este hombre capaz de enfrentarse al mismísimo valido. Y entonces Hernando se puso a recitar, verso por verso, el poema del que en teoría era el valido su autor. Y siguió recitando sus poemas de amor, mientras miraba fijamente a Isabela.

La dama se sonrojó, pues comprendió que para ella eran aquellos veinte poemas de amor que había leído con deleite en aquellos meses. Y en su corazón nació un hermoso sentimiento para con aquél valiente…

Y cuentan en la corte que por fin el amor de Hernando por Isabela fue correspondido; y que a la reina le pareció bien; por lo que en breve tiempo el escribiente compaginó sus labores en el bufete con las de poeta real… Y varios meses más tarde, con el beneplácito de su majestad, Hernando e Isabela se casaron, y tuvieron un hermoso hijo; mientras que el valido tramaba su venganza…

Pero esa es otra historia…


TENÍA QUE PASAR…



Nunca me han gustado los trepas ni los oportunistas, y ya desde el primer momento, desde la presentación de los nuevos consultores, me pareció evidente que Luis Miguel y yo no nos llevaríamos bien. ¡Menudo pelele, siempre con el “sí señor Martínez… lo que usted diga, señor Martínez”! Vale que en estos tiempos es sumamente complicado conseguir unas prácticas remuneradas en una empresa como Ernst&Young, pero eso no quiere decir que tengas que renunciar a tu dignidad en cuanto cruzas la puerta.
Esa manera de responder a todo el mundo, tan servil…
-          ¿Edad?
-          Veintiocho recién cumplidos.
-          ¿Experiencia previa?
-          Cuatro meses de becario junior en Deloitte, y tres meses en The independent.
-          ¿Idiomas?
-          Francés, inglés e italiano, quinto curso de la Escuela Oficial de Idiomas.
-          ¿Disponibilidad?
-          Absoluta.
-          ¿Incluyendo fines de semana?
-          Y festivos.
-          ¿Aspiraciones económicas?
-          Las que ustedes pongan.

Y yo, asistiendo impertérrita a ese diálogo, porque era la siguiente candidata. ¡Pero qué ganas me dieron de saltarle al cuello con lo de la disponibilidad! ¡Solo le faltó responderle, meloso, “y dispuesto a hacer lo que sea por la empresa…”! ¡Y eso de las aspiraciones económicas! ¡Como si no supiera que te dan bonos de comida del Monopoly y el abono transportes! Bueno, y seiscientos euros si superas los primeros cuatro meses…

Al principio, trabajábamos en departamentos distintos, afortunadamente. Yo en el de “New Prospects”, perdón, clientes potenciales; y él en “Technical support” (soporte técnico), por lo que apenas si nos rozábamos. Vale, no dudo que yo pueda ser un poco picajosa con la dignidad en el trabajo, pero es que el servilismo lo llevo fatal. Los primeros días, iba al trabajo con falda y chaqueta, pensando que de esa manera luciría más las piernas y el bronceado… Pero luego me di cuenta de que todas mis compañeras iban con unos comodísimos trajes de chaqueta, y decidí imitarlas en cuanto me dieron la dirección de  la boutique. Lo malo es que Luis Miguel se fijó en mis piernas (y en mi tipo) en el ascensor. ¡Menudo baboso! ¿Acaso los tíos piensan que no nos damos cuenta cuando nos están desnudando con la mirada? Y yo, tan digna, y tan fría, me puse a mirarle fijamente la entrepierna, hasta que se dio cuenta, se sonrojó, y se puso a mirar al suelo. Me quedé con las ganas de darle una leccioncita de educación. Un pequeño triunfo es que desde ese momento procura evitarme en el ascensor, sobre todo si tenemos que viajar solos. Claro que, trabajando ambos en la planta treinta y dos del edificio Torre de Madrid y para la misma empresa, era inevitable. Aunque es cierto que algunas miradas sientan mejor que otras… Cuando me mira Isabella siento un cosquilleo de lo más agradable…

La cena de empresa fue particularmente interesante. Estaban los jefes, los jefecillos y los trepas, todos ellos en la esquina noroeste del restaurante, bien pegados a la barra. ¡Menudo grupo! Una cosa es que te lleves bien con los compañeros, lo que hace el trabajo mucho más agradable, sobre todo cuando te tienes que quedar hasta tarde para hacer una teleconferencia con el extranjero. Nunca vienen mal unas risas, un poco de compadreo, pero sin traspasar ciertos límites. Pero otra cosa muy distinta es decir que sí a todo. Claro, es que hay algunos que en cuanto se toman un par de copas, pierden la educación, como mi querido Luis Miguel. Míralo, con la camisa desabrochada, riéndole las gracias al señor Martínez, nuestro supervisor del grupo de “trainees”, perdón de putos consultores casi gratuitos. ¿Es que nadie recuerda que dentro de unas horas, cuando termine la barra libre, las cosas volverán a ser como antes? ¿Qué la camaradería y las buenas caras se terminarán? ¿Pero que los numeritos, como el suyo, quedarán en el recuerdo? Lo único bueno de esta dichosa cena de empresa es que pude sentarme al lado de Isabella… Por sus comentarios y su forma de mirarme creí que esa noche podía ser interesante… Y lo fue…

Pero claro, lo que ni yo ni nadie podía pensar era en el “joint venture Project”, es decir, en la unión temporal de departamentos para satisfacer las necesidades del mercado asiático. Resumiendo, que tendría que trabajar mano a mano con Luis Miguel durante varios meses. Nuevos motivos para odiarle: ¡¡se come las uñas!! Y ese dichoso perfume que tanto me gusta en Isabella (a ella le encanta porque es de hombre), es precisamente el que se ha comprado Luis Miguel. ¿Acaso no existen perfumes de hombre suficientes en el mundo, para que los dos usen “Fleur de Jour”, de Hugo Boss? 

Y ahora, tengo que aguantarle a diario, con sus miraditas, sus halagos, su educación tan empalagosa… Claro que, por otra parte, igual puedo aprovecharme de él… No me interesa demasiado que se descubran mis orientaciones sexuales… y teniendo en cuenta las suyas, que he descubierto el otro día, podemos ser un matrimonio de conveniencia… ¡Si al final va a resultar que tanta miradita era puro disimulo! ¡Una bollera y un sarasa, unidos por Ernst&Young, jajaja!



HABITACIÓN 305



“La primera a la izquierda y luego la segunda a la derecha, no tiene pérdida, señor”. Y me lo dice así, tan contento. Menudo servicio de habitaciones el de este hotel. Incluso he tenido que dejarles una propina para que me ayudasen con las maletas. ¡Cómo está el servicio!

Pero claro, todo en este dichoso viaje está saliendo mal, o por lo menos, está siendo mucho más complicado de lo que yo esperaba. Eso me pasa por hacer caso a mi mujer. No, si en el fondo la culpa la tiene ella.

“¿Querido? Hace mucho tiempo que no salimos de viaje juntos, los niños son lo bastante grandes para disfrutar con una nueva experiencia, y he visto en la red una oferta M-A-R-A-V-I-L-L-O-S-A para ir a Nueva York.”

Y claro, lo siguiente que ha hecho, sin apenas preguntarme, ha sido comprar los billetes. Utilizando mi tarjeta de crédito. ¿Qué otra tarjeta va a poder utilizar la muy meticona, salvo la mía? Porque… ¿quién trabaja en casa? Yo. ¿Quién vuelve a casa todos los días, reventado, de la fábrica? Yo. ¿Quién desea solamente una cerveza fresquita, unas patatas fritas, y un ratito de silencio en el sillón de orejas? Yo.

¿Y con qué me encuentro día sí día no? Con el puto apocalipsis caníbal. Claro que, ¿quién nos mandaba tener tantos hijos? Uno estaba perfecto, era lo ideal, un entretenimiento para Clarissa. Y por eso le llamamos Adrián. Pero luego vinieron Manuel, Serguei, Celestina, Clara, Doris y Atila. Debo reconocer que Atila ha sido siempre mi favorito… Picarón, el capricho de papá. Parece mentira cómo se las apaña para hacer todo lo que quiere y lograr que le echen la culpa a uno de los mayores…

Pero volvamos al viaje. Además, tenía que ser a Nueva York precisamente. No hay destinos en América, y tenemos que ir justamente a la ciudad en la que vive la hermana de Clarissa: la insoportable Matilde. Y claro, “ya que estamos”, me tocará ir a verla, con toda la familia, para que empiece a juzgarnos desde su pedestal de ser la Presidenta del Tribunal de Apelación del Bronx. Y nos empezará a contar sus batallitas, sus últimos casos, y tal vez se empeñe incluso en que vayamos a verla a su trabajo, paseándonos por las salas y los inmensos espacios comunes del edificio, donde se desarrolla “la Justicia hasta sus últimas consecuencias”. ¡Pero qué pedante es!

Debo reconocer que el viaje estaba bastante bien organizado. Nos han venido a buscar a casa con un monovolumen, en el que han cabido holgadamente las maletas (¿pero cuántas maletas hacen falta para pasar diez días en Nueva York? Pues eso, una por viajero) y nuestra tribu. En muy poco tiempo hemos llegado al aeropuerto, y aunque estaba muy lleno de gente, hemos conseguido que nos atendieran en el mostrador de facturación de nuestra compañía. Low cost tenía que ser, por supuesto, así que he tenido que pagar por el exceso de equipaje. Luego, ya en la ciudad, nos ha costado tanto encontrar un taxi, que al final he recurrido a uno de esos ilegales, con los que ajustas el precio antes de salir. Era un señor pakistaní de lo más amable.

El hotel no está nada mal. Muy cerca de Central Park (mañana al levantarme quiero irme a correr bordeando el lago, quizás encontraré una estrella jajaja). Como están acostumbrados a las familias numerosas como las nuestra, nos han puesto en dos habitaciones colindantes. Con literas. Atila y Doris duermen con nosotros, los demás en la 306.

Pero el pequeño se ha puesto enfermo, no será nada, un simple mareo, ha vomitado, tal vez por culpa de la comida del avión. Y no hay manera de que Clarissa se tranquilice, así que me ha tocado llamar a la Recepción del Hotel, enterarme de dónde estaba la farmacia más próxima (tenemos una en nuestra misma planta), girando “la primera a la izquierda, y luego la segunda a la derecha”.

Y aquí me tienes, a mis años, llevando con mis patitas (por algo soy el cucaracho de la casa) una gigantesca aspirina que tendrá que durarnos para los diez días de estancia…

PLOFF

“Tengo que avisar al servicio de habitaciones. Acabo de matar una cucaracha en el pasillo. Y estaba haciendo rodar una pastilla con las patitas delanteras.”


EL VIEJO LOBO FEROZ…


Hacía mucho frío aquella tarde en el bosque de Moria, y por eso me decidí a entrar en la Taberna del Ahorcado. En condiciones normales, es decir, viajando con la familia, nunca habría entrado en semejante lugar por su mala fama, pero ¡Qué demonios!, allí servían el mejor hidromiel de toda la comarca.

Al principio me costó un poco habituar los ojos a la penumbra del ambiente, pero si tenemos en cuenta el tipo de público que acudía a la taberna en la víspera de todos los santos (brujas y elfos incluidos), lo mejor que podía hacer era dedicarme a mi bebida y no meterme en líos. Sin embargo, mis buenas intenciones se quedaron en nada en cuanto empezó a hablar el viejo lobo feroz.
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      “Lobo”, le dijo el tabernero, “ya sabes que la primera copa corre siempre de la casa, pero las siguientes las tendrás que pagar”.

-          “Pero es que mi pena es muy grande, y sólo puedo ahogarla con alcohol… Tal vez alguien esté dispuesto a invitarme a un par de rondas a cambio de escuchar mi historia”, respondió.

Como siempre me han gustado las buenas historias, le hice una señal al viejo lobo, para que se acercase a mi lado de la barra; y otra al tabernero, para que sirviese la primera ronda.

-          “No se crea usted, joven, que yo siempre he sido un deshecho como ahora… No, en mis buenos tiempos, yo era el lobo más valeroso y hermoso de la Comarca, hasta tal punto que los ganaderos me pagaban por devorar a sus reses más enfermas e improductivas, y mi piel era la envidia de todos los peleteros, de puro densa y suave. Mi vida era por lo tanto muy tranquila, hasta que apareció ella…”

-          “¿Caperucita roja?”

-          “No, su abuelita… Era una anciana de lo más entrañable, de larga melena blanca, ojos dulces, mirada miope, y como pude descubrir más tarde, toda una tramposa jugando al póker. Descubrí la cabaña una tarde que estaba paseando por el bosque. Como tenía mucha sed, llamé a la puerta, y le pedí un vasito de agua. La abuelita, Candelas se llamaba, me invitó a pasar, e incluso me sirvió un buen trozo de pastel de ruibarbo. Empezamos a hablar, una cosa llevó a la otra, y antes de darnos cuenta, ya éramos como una de esas parejas de viejos amigos que han pasado toda la vida juntos.”

-          “Sin embargo, no es eso lo que decía Caperucita…”
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"“¡Esa niña es una envidiosa! Candelas y yo llevábamos ya un par de meses quedando juntos todas las tardes de seis a nueve para jugar al póquer, leer en voz alta las Fábulas de Samaniego y comentar los últimos cotilleos de Facebook, cuando una tarde, apareció esa niñata casquivana…”
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“¿La abuelita tenía internet?”
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   “Sí, y de banda ancha. Pero esa no es la historia. El caso es que esa niñata, después de haber dejado a Candelas sola en el bosque durante más de cuatro meses, apareció por allí una tarde, con sus mallas rojas, su blusa blanca escotada y su capa de látex, marcando formas. Le traía a su abuelita una tableta de turrón del blando, una lata de berberechos y medio jamón de pata negra, pero lo que de verdad quería hacer era comprobar si seguía cobrando la pensión, para pedirle un préstamo y comprarse una Vespa roja que había visto en Ebay. Pero claro, con lo que no contaba era con mi presencia, pues le aconsejé a Candelas que no le dejase el dinero y se lo gastase en comprarse una nueva dentadura postiza. Eso a Caperucita le molestó mucho. Por eso a los dos días volvió acompañada del cazador, y se llevaron a la dulce Candelas a una residencia de ancianos, y vendieron la casita del bosque. Desde entonces, esa mala pécora de Caperucita no ha hecho más que mentir sobre mis relaciones con la abuelita, hablando de abusos deshonestos, y ya ni siquiera me dejan ir a verla… Por eso, mi vida es muy triste, porque he perdido a mi mejor amiga por culpa de una niñata casquivana…”


¡Pobre lobo feroz! Mejor no le digo que hace varios meses me casé con Caperucita Roja, y que estamos viviendo en la cabaña del bosque… Y mucho menos que Candelas murió hace medio año… y que sus últimas palabras fueron para “el viejo y querido lobo feroz…”

EL FINAL DEL VIAJE.


Solo un minuto. Sesenta segundos. Y sin embargo, qué lentos están pasando.

Ella. Siempre ella. Con sus manías y sus fobias. Sus miedos y sus esperanzas. Sus odios y sus temores.

Es el fin de una etapa. La última casilla del juego. El despertar.

Atrás quedan mil recuerdos. Centenares de charlas a medianoche. Decenas de libros compartidos. Unas cuantas películas. Y recuerdos. Y risas. Y lágrimas. Y abrazos no vividos. Y besos sin robar. Y silencios. Demasiados.

Pero me cansé del juego. De las persecuciones. De ocultar mis sentimientos. De llorar en silencio al colgar. De no poder dar un paso adelante sin su compañía. De soñar. Quiero realidades. Busco respuestas. Y las voy a tener hoy. Ahora. Ya.

Esta mañana he cogido un autobús rumbo a su ciudad. He pasado la tarde dando vueltas por el casco histórico, sumergiéndome en su entorno, en sus calles y plazas, buscando tal vez el leve rastro de su perfume entre la gente. Incluso me he metido en una tetería de la que hablamos hace tanto tiempo que podría ser otra vida. El té caliente me ha hecho añorarla con más fuerza, mientras bajaba lentamente por mi garganta. Pensando en ella. En su garzo cuello. En sus manos largas. La he imaginado ante mí con tantas fuerzas que casi podía verla, olerla, degustarla, besarla. Pero no era más que un sueño lúcido. Una entelequia. Un espejismo.

Pero esta noche obtendré respuestas. Ya es la hora. Cojo un taxi que me lleva a su lugar de trabajo, la Biblioteca Municipal. El control de tiempo es fundamental. No quiero molestarla en mitad de la jornada, pero tampoco puedo permitirme llegar demasiado tarde.

Porque tenemos que hablar. Con calma. De tantas cosas. La calle está silenciosa cuando me bajo del taxi. Está en las afueras de la ciudad. Nadie a la vista. La Biblioteca brilla como un faro en la distancia. Sus luces me llaman, poderosamente. Reuniendo fuerzas y coraje, abro la puerta.

Es como entrar en otro mundo. De silencio. Cálido. Cargado de recuerdos y añoranzas. Las estanterías se prolongan de pared a pared. Los libros, perfectamente ordenados, me dan la bienvenida, como viejos amigos tras un largo viaje. Crean un universo en el que me siento cómodo, a salvo.
Ahora sólo me queda enfrentarme a mi némesis. A mi amada.

Pregunto por ella en el mostrador de la recepción y me indican cómo llegar a su despacho. Llamo a la puerta. Me dice que pase. Se queda sin habla por la sorpresa. Aprovecho el momento para darle dos besos y un abrazo. “Has venido”, me dice, mientras se sienta de nuevo en su silla, al otro lado de la mesa. “No te esperaba”. “Lo sé”, le respondo, “pero tenía que verte, estar a tu lado, conocerte por fin, después de tanto tiempo. Espero que no te importe.” “No, al revés, me encanta… pero no esperaba conocerte así, de repente…” “Ya… Te avisé hace un par de semanas, pero está claro que no me hiciste caso. Así que ¡sorpresa!”.
Nos miramos durante unos minutos, en silencio, separados apenas por la mesa, y por nuestros propios miedos. Es un silencio cómodo, cargado de palabras, de sentimientos, de sueños, y de realidades. Somos como dos barcos que se cruzan en la tormenta.

“Te he traído algo”, le digo, al mismo tiempo que le entrego el libro, y la carta. Abre el paquete, con manos un poquito temblorosas. Desdobla la carta, y empieza a leerla, en silencio.

Y aquí estoy, en silencio. El reloj de la pared marca las ocho y veinte de la tarde. Las manecillas parecen detenerse. De repente, ella levanta la cabeza, me mira con sus preciosos ojos marrones, y sigue leyendo. Pasan dos minutos más. Me mira de nuevo mientras dobla la carta y la guarda de nuevo en el libro. Se levanta, rodeando la mesa. Me dice “levántate”.

Y en ese momento, me da un beso, me abraza. Y sé que mi viaje ha terminado. Y empieza uno nuevo, a su lado.