Esta es una historia
de buenos y malos, de ganadores y de perdedores, de caballeros muertos de amor
(y de hambre), de esquivas damas, y de bufones poetas…
Todo empezó hace
muchos años, en una ciudad palaciega, en la que vivía un caballero de escasos recursos,
aficionado a la poesía, a los relatos amorosos y a las bellas letras. Nuestro
caballero trabajaba durante la semana en la notaría de don Benito Cifuentes,
como pasante, y eso, junto con las rentas de unos terrenos en Extremadura, le
permitía sobrevivir con cierta holgura.
Más allá de su
habilidad como pasante, que era indiscutible, lo que más valoraba don Benito Cifuentes era su
agilidad mental y sobre todo su hermosísima letra. En aquellos tiempos, la
caligrafía era un arte, y se apreciaba grandemente, sobre todo en los
documentos oficiales pues ¿Quién no querría tener su certificado de limpieza de
sangre en hermosa tipografía gótica? ¿Acaso no tiene más lustre y empaque un
testamento o unas capitulaciones pre matrimoniales bien escritas e iluminadas
como si fueran un códice medieval?
Y por eso, era famosa
la seriedad y buen pulso de Hernando López… Y viendo su vida, tan organizada,
tan dúctil, nadie imaginaría que en el corazón de este docto personaje que ya
peinaba canas habitaba una pasión devoradora. Pues nuestro caballero de vida
ordenada y tranquila estaba perdidamente enamorado de Isabela Rodríguez, una de
las damas de compañía de la reina.
Cómo se conocieron es
todo un misterio, puesto que los servicios de Hernando no solían ser
solicitados en la Corte, donde abundaban los escribas y amanuenses de toda
condición, pero se comenta que el valido de la corte, don Ricardo del Campo
tuvo la necesidad de los servicios de don Benito Cifuentes para solucionar un
problema de una sucesión, y que el testamento había sido escrito e ilustrado
precisamente por Hernando. Ante semejante dominio del cálamo y la tinta china,
y maravillado por el detalle de las miniaturas que lo ilustraban, el valido
pidió examinar otras muestras del talento de este “valiosísimo pasante”.
Al día siguiente,
Hernando acompañó a don Benito, llevando un amplio surtido de su caligrafía en
testamentos, cesiones de terrenos, concesiones de privilegios y venta de
indulgencias, que dejaron maravillado a don Ricardo… Quien sin embargo se quedó
con ganas de ver algo menos serio, más profano, un poema por ejemplo. “No hace
falta que sea original, por supuesto”, le tranquilizó el valido, “pero sí es
importante que esté bellamente ilustrado”.
Empezó de esa forma
la relación entre don Ricardo, don Benito y Hernando. Casi todas las semanas,
era citado por el valido, quien coleccionaba las muestras de hermosa
caligrafía. Al principio, Hernando se sentía un poco molesto por semejante
trasiego, pero fue en una de aquellas visitas cuando conoció a Isabela
Rodríguez. Nunca se le olvidaría el momento: “Lo primero que vi fue su melena
pelirroja, rebelde, casi con vida propia. Luego sus ojos, marrones, oscuros y
chiquititos. Después su nariz algo respingona, y sus hermosos labios. La vi
solo unos minutos, mientras hacía antesala, y me quedé atontado. Jamás había
visto tanta belleza junta.”
De inmediato pensó en
preguntarle al chambelán quién era aquella persona, pero la única respuesta que
obtuvo fue “Una de las damas de la reina… Demasiado para un picapleitos como
usted”. El resto de la semana, Hernando se la pasó en las nubes, deseando que
llegara el momento de volver a palacio, puesto que aquellas audiencias con el
valido eran su única oportunidad de traspasar los muros, y al mismo tiempo
temeroso de no volver a verla, de no poder averiguar su nombre.
Pero
allí estaba ella, hablando con otras damas de la reina, mientras su majestad se
reunía con el valido, “Entonces fui capaz de mirarla con más detenimiento, su
largo cuello, su piel blanca, sus hermosas clavículas, el nacimiento de sus
senos revelado por el vestido de corte, la silueta de sus caderas… fue entonces
cuando decidí que, en vez de copiar un nuevo poema, le compondría uno, a mi
hermosa dama…” Durante varios días, Hernando se enfrentó a la hoja en blanco,
intentando expresar sus sentimientos, pero incluso solo de imaginársela frente
a él le entraba un ataque de timidez… Pero al final, aquella noche de luna
llena, consiguió escribirle su primer poema de amor…
Empezaba así:
“No
es verdad que no te ame
Aunque
no te hable de amor,
Es
que mi corazón está roto,
Y
en tus manos lo deposito
Por
si lo puedes enmendar…”
A la semana
siguiente, pues las visitas al valido seguían siendo los lunes, miércoles y
viernes, Hernando se dirigió a palacio, deseando ver a su hermosa dama, o por
lo menos averiguar su nombre. Pero no tuvo suerte, ni esa semana ni la
siguiente, puesto que la reina y la corte se habían desplazado al Norte.
Aquellos días de ausencia le permitieron a Hernando aclararse sobre sus
sentimientos, y seguir escribiendo poemas de amor, aunque solo le presentaba al
valido los más hermosos, siempre afirmando que eran la traducción de la obra de
un famoso trovador francés, puesto que le resultaba duro confesar que él, un
hombre de Justicia, pudiera perder el tiempo con la poesía.
Lo que Hernando no
sabía era que don Ricardo, el valido, estaba divulgando los poemas entre las
damas de la reina, con la esperanza de llegar a su majestad y hacer méritos
ante ella… ¡como si fueran suyos! En toda la corte se hablaba del tema,
maravillados por los nuevos y recién descubiertos talentos de tan importante
personaje… Mientras que el pobre Hernando se esforzaba en crear un poema nuevo
cada visita, era otro quien se llevaba el mérito. Y ni siquiera sabía el nombre
de su amada, ni mucho menos había escuchado el sonido de su voz, que se le
antojaba hermosa y cantarina.
Por fin, varios meses
después del inicio de la aventura, Hernán vio cumplido su deseo de conocer el
nombre de la bella muchacha que había robado sus pensamientos: Isabela
Rodríguez, y por fin pudo escuchar el tono de su voz… Era tan cantarina como él
había imaginado, aunque lo que le dijo le sumió en la tristeza, puesto que la
escuchó declamando uno de sus poemas, ¡Y atribuyendo el mérito al valido!
¿Cómo podía sacarla
de su error, y a la vez revelarle sus sentimientos, cuando era tantas las cosas
que las separaban?¿De qué manera podía enfrentarse a tan poderoso personaje?
El propio valido le
otorgó la posibilidad, al convocar un concurso de poesía, “para entretenimiento
y solaz de la Corte”. Aquella misma mañana de octubre había obtenido el último
poema de Hernando, y estaba dispuesto a declamarlo ante la reina, bueno, más
bien a leerlo con su voz engolada. La lectura empezó sin problemas, mas de
repente, entre los candidatos, se alzó la voz de Hernando. “Ese poema es mío, y
puedo demostrarlo”. El valido hizo una señal a los guardias, para que se
llevasen “a ese caballerete alborotador”. Hernando se sentía perdido, mas en
aquél momento Isabela intercedió por él ante la reina: “Dejadle pues su
majestad que demuestre la autoría de éste poema”.
La reina accedió, no
se sabe si seducida por el entusiasmo juvenil de Isabela, o movida por la
curiosidad de saber quién era este hombre capaz de enfrentarse al mismísimo
valido. Y entonces Hernando se puso a recitar, verso por verso, el poema del
que en teoría era el valido su autor. Y siguió recitando sus poemas de amor,
mientras miraba fijamente a Isabela.
La dama se sonrojó,
pues comprendió que para ella eran aquellos veinte poemas de amor que había
leído con deleite en aquellos meses. Y en su corazón nació un hermoso
sentimiento para con aquél valiente…
Y cuentan en la corte
que por fin el amor de Hernando por Isabela fue correspondido; y que a la reina
le pareció bien; por lo que en breve tiempo el escribiente compaginó sus
labores en el bufete con las de poeta real… Y varios meses más tarde, con el
beneplácito de su majestad, Hernando e Isabela se casaron, y tuvieron un
hermoso hijo; mientras que el valido tramaba su venganza…
Pero esa es otra
historia…