sábado, 14 de noviembre de 2009

Y CON ÉL MURIÓ LA PALABRA...


Luis Rodríguez Marquez (Bilbao, 1909; Madrid, 2000)
Siempre afirmaba que nació en Bilbao de casualidad, pues sus padres eran cómicos de la legua, y su parto les pilló de sorpresa entre función y función (pero más tarde, siempre usó una txapela con orgullo). Era una amplia familia, y buena parte de su infancia la pasó entre bambalinas, con sus tíos y sus primos, probándose con ellos casi todos los trajes de las funciones.


Él siempre se definía con tres palabras: comunista, republicano, y masón, prestó sus servicios en el Servicio de Inteligencia Militar del bando republicano; y fue capturado en el Puerto de Valencia, en los últimos días de la guerra, mientras esperaba, con otros muchos luchadores, aquella “cuarta carabela”, aquél barco salvador… que nunca llegó. Y allí comenzó su calvario, pues realizó la ruta por los campos de concentración del régimen de Franco: estuvo en el Campo de los Almendros, donde se comieron hasta la última brizna de hierba, la corteza de los árboles, para no morir de hambre; en la Plaza de Toros de Valencia, donde agruparon a los perdedores, y desde la cual los llevaban regularmente “a dar el paseíllo”, del que nadie volvía. Fue juzgado por sus ideas y por sus actos durante la guerra, primero lo condenaron a muerte, luego a 30 años, y al final, cumplió 7 años en las cárceles del régimen.

Pero la vida seguía, antes de la guerra, conoció a una mujer, se enamoraron, y se casaron; tuvieron una sola hija, que a los siete años tenía que hacerse cargo de su madre y de su abuela, mientras su padre estaba en la cárcel… Cuando fue liberado, Luis se puso a estudiar la carrera de Intendente Mercantil, y gracias a ello, consiguió trabajo en la Diputación Provincial de Madrid. Allí trabajó toda su vida, aunque durante muchos años, le persiguió el estigma de ser “rojo”, y posiblemente fuera un handicap para su desarrollo profesional. Su hija también se enamoró, se casó y le dio dos nietos… Cuando murió su esposa, sintió que su mundo se desmoronaba, que nada tenía sentido… pero decidió seguir viviendo por sus nietos, el que ya acunaba, y la que estaba por venir…

Estudioso incansable, cuando se jubiló, se puso a estudiar informática y programación (el famoso “Basic”); y por entrenerse, aprendió ruso, francés, italiano… Era un alma inquieta, afable, que no guardaba odio ni rencor, aunque se pasó (igual que toda la familia) la noche del 23-F pegado a la radio… y al televisor. Y también sería mentira decir que el 20-N no sintió una mezcla de emociones, al comprobar que había sobrevivido al viejo dictador.

Pero su pasión era la escritura, siempre lo fue… Por desgracia, su obra jamás ha visto la luz, y se acumula ahora en una serie de carpetas, donde conviven escritos políticos, novelas, obras de teatro, incluso una ópera y un par de zarzuelas… y poemas, decenas de poemas, en los que descargaba sus sentimientos, y hallaba algo de paz… Se presentó a numerosos certámenes, pero no ganó ninguno, entre otras cosas porque en su expediente personal aparecía siempre la acotación: “ROJO”. La única vez que estuvo a punto de publicar un libro, con los dibujos aprobados incluso por la editorial, misteriosamente pasó algo (se perdió el original, un agente se lo llevó, faltó dinero… cualquiera sabe), y jamás fueron atendidas sus peticiones… y de esto hace más de 20 años…

Nunca fue un gran viajero, pero siempre recorrió España con la familia… En dos ocasiones fue a la URSS (cuando todavía era realmente una Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), la segunda de ellas, con sus nietos y con el grupo de Amigos de la URRS, y durante este viaje, era habitual verle charlar sobre filosofía, teología, política y economía y otras materias, con un Jesuita de Pamplona… durante un largo viaje nocturno en el Transiberiano…

Amigo de sus amigos, y también de sus enemigos, frecuentaba con asiduidad el Ateneo Científico y Literario de Madrid, y no había tertulia política o literaria de cierta importancia de la que, al menos, no hubiese oído hablar. No le gustaba especialmente el cine, pero sí las exposiciones… Y, sobre todo, pasear por Madrid, por “su” Madrid. Esos largos, largos paseos, por la zona de los Austrias, la Castellana, Serrano, y el Retiro, eran lo que le mantenía en forma… Y, en verano, para ser feliz necesitaba pocas cosas: su gorra (demasiado calor para la txapela), su País, su silla plegable… y la inmensidad del mar. No pasaba nunca de las rodillas, porque nunca aprendió a nadar…


Su calidad de vida empeoró drásticamente en 1995, con el primero de una serie de problemas circulatorios y vasculares, que requirieron dos complicadísimas operaciones para devolver la vida a sus piernas. Permaneció casi cinco años encamado, atendido sobre todo por su hija y una cuidadora, aunque el resto de la familia ayudaba en lo que podía… y murió un 15 de mayo, día de San Isidro, en una ciudad desierta… Al velatorio acudieron decenas de amigos y conocidos, de muchas facciones políticas, pues por encima de todo, fue un hombre bueno…

Al día siguiente, fue incinerado, en la más estricta intimidad, y gracias a un amigo del nieto, que recorrió Madrid para encontrarla, la urna de sus cenizas reposa en el cementerio de La Almudena… envuelta en su bandera tricolor… la Republicana…


Luis Rodríguez Marquez era mi abuelo… yo soy aquel nieto que no se dormía si no era en sus brazos… que siempre acudía a él cuando le surgía algún problema… que siempre le pedía un cuento con el número tres (cuentos que él inventaba muchas veces, casi siempre sobre la marcha)… que metió en mi sangre el gusto por la escritura… y que por encima de todo, siempre fue mi mejor amigo y mi confidente… Con su muerte, dejé de escribir… y ahora, diez años después, recupero la voz.