miércoles, 23 de mayo de 2012

ERASE UNA VEZ... UN LUGAR MAGICO

Escribo estas líneas cuando han pasado casi treinta años, que se dice pronto, desde una semana que cambió mi vida, al menos buena parte de mi adolescencia… Pero el recuerdo de aquél lugar, de sus gentes, y de las vivencias experimentadas sigue viviendo en mi interior, con las lógicas brumas de los recuerdos largo tiempo atesorados, pero que tal vez he tardado demasiado en plasmar negro sobre blanco… Para los más curiosos, este escrito es la continuación de otro llamado “El año mágico”, y en él os voy a hablar de Bárcena Mayor, un pequeño pueblo en el corazón de Cantabria, y sobre todo de un gran amigo con quien sigo en contacto, Quique…



Pero todo empezó de la manera más sencilla… Desde que era pequeño, asistí junto con mi hermana a un colegio bilingüe llamado Saint Exupéry en honor del piloto de guerra y escritor, autor entre otras muchas obras de “Le petit Prince” (“El principito”)… La enseñanza era primordialmente en francés, y como otros muchos centros extranjeros, las asignaturas de Lengua y Literatura, junto con el inglés, eran consideradas pues eso, extranjeras, al impartirse en español…



Me estoy yendo por las ramas… Todo lo que os voy a contar sucedió en el año 1983, sin duda alguna el año más mágico de mi existencia, durante una excursión de semana santa con el colegio a un pueblo cántabro llamado Bárcena Mayor. Como otros muchos viajes iniciaticos, yo no sabía hasta qué punto iban a marcarme aquellos días.



La aventura empezó sin embargo unos cuantos días antes, con la compra en el Rastro madrileño de los complementos para la Gran Aventura, a saber: dos mochilas grandes, dos sacos de dormir, dos cantimploras, dos pares de chirucas, dos cantimploras, dos juegos de cubiertos, dos platos metálicos, de aluminio, dos cubiletes para beber y varios pares de unos espantosos pero excepcionalmente calentitos calcetines de lana hasta las rodillas. Casi todos estos materiales creo recordar que venían especificados en la lista proporcionada por el colegio, aunque a ellos mi madre insistió en añadir otras muchas cosas, como por ejemplo una camiseta para cada día, igual que un juego de ropa interior y varios pantalones de todo tipo (principalmente vaqueros) además de un botiquín de primeros auxilios y otras muchas prendas de abrigo, sin olvidarnos del impermeable y la cámara de fotos.



¿Qué por qué os cuento todo esto? Para que comprendáis lo que sucedió cuando mi hermana, dos años más joven que yo y de constitución algo más débil, se quiso probar la mochila la víspera del gran viaje: se cayó de espaldas, aterrizando de culo en mitad del suelo del comedor, lo que provocó en casi toda la familia un descomunal ataque de risa, al que ella se unió… quizás con muchas más ganas, al ver que yo mismo perdía el equilibro bajo el gran peso de la mochila…



La noche anterior casi no pude dormir: era la primera vez que pasaría tanto tiempo fuera de casa, y creo recordar que fue también la primera vez que me separaba de la familia durante tantos días, y puede que fuera también la primera vez que dormíamos fuera de casa. Para un niño de ciudad con tantas primeras veces a las espaldas es fácil comprender que no pudiera pegar ojo aquella noche… Todavía recuerdo la emoción que nos embargaba a los dos cuando llegamos a la estación, creo que fue la de Chamartín, para coger el tren correo nocturno, con un grupito de adolescentes del colegio, todos ellos cargados con mochilones semejantes a los nuestros, y escoltados por los padres… quienes casi todos ellos se encargaban de llevar el equipaje de los niños… Por fin, tras duras negociaciones y últimos consejos, postreros besos y mil recomendaciones sobre el comportamiento a seguir (“no asustes a los lugareños, que es un pueblo muy remoto”; “come todo lo que te pongan en el plato, aunque no te guste mucho”, “pórtate bien y cuida de tu hermana”, “haz caso a los monitores”…), embarcamos en el tren… Mi hermana y yo escogimos las literas de arriba… y no se nos ocurrió nada mejor que hacer una especie de guerra de almohadas con las del tren, sin cerciorarnos antes de su blandura… lo que implicó que le hice una brecha a mi hermana en la cabeza, porque resultaron ser más duras que una piedra, o al menos así me lo pareció… ¡Buen comienzo para un viaje hacia lo desconocido!



El tren nos llevo hasta Santander, y allí cogimos unos autobuses escolares hasta el pueblo de Bárcena Mayor: comenzaba la auténtica aventura. Porque allí estaba el Albergue, una recia casona de piedra rehabilitada, que a lo largo de varias plantas ofrecería alojamiento durante varios días a un grupo de niños de ciudad, algunos de ellos tan primerizos como nosotros, que casi pensábamos que la carne de ternera nacía dentro de los envases de los supermercados, y cuyo contacto con la Naturaleza se limitaba a ocasionales excursiones a la montaña con la familia, y algún que otro paseo por el Parque del Retiro y por la Casa de Campo… Es cierto, los monitores, el personal del albergue, los profesores que nos acompañaban (¿Por qué alguno iría con nosotros, digo yo…), incluso las identidades de nuestros compañeros de viaje se han ido desdibujando con el tiempo… Pero siempre recuerdo cómo me sentí aquella mañana, al traspasar el umbral con los demás niños: en la planta baja se encontraban la cocina (nunca había visto una cacerola tan grande llena de leche con chocolate), los servicios y el gran salón comedor con sus mesas y sus bancos, con una chimenea enorme incluida… Después de un copioso desayuno llegó la hora de las presentaciones: por un lado los monitores y el personal del albergue, por el otro una pandilla de niños más o menos fascinados por su primera salida al exterior.



Lo que más recuerdo de aquél pueblo era que permanecía (y sigue permaneciendo) anclado en el tiempo, con sus grandes casonas de piedra, los altos tejados, el lavadero, los establos de las “fieras”, los corrales de las gallinas, los rebaños de ovejas y toda una serie de animales a los que no conocíamos en vivo y en directo… El mayor aliciente era que el tiempo, igual de en Patones de Arriba, se había detenido en algún lugar del siglo XVII: era un pueblo de aspecto medieval, con un solo teléfono a nuestro alcance, muy cerca de la única tienda preparada para satisfacer el ansia de chucherías del grupo de refugiados del cual formábamos parte. Una vez cumplido el ritual de la llamada al hogar, comenzaron las actividades…Había un poco de todo: talleres de observación de la naturaleza, visitas guiadas a los alrededores del pueblo y otras muchas cosas más, lo justo para ocuparnos aquella primera mañana de libertad, lejos de Madrid… Supongo que en todos los albergues, en todos los campamentos se hacen cosas parecidas, pero aquella era mi primera vez, y por eso todo era especial nuevo y casi mágico…



En el albergue, y hasta que conseguimos ubicarnos en las habitaciones correspondientes (eran dormitorios mixtos con literas superpuestas bajo una techumbre de madera y yeso), reinaba una actividad frenética, pero después de la comida, terminamos sucumbiendo al cansancio… Poco recuerdo de las actividades, pero sí cómo me hacían sentir: integrado, formando parte de una comunidad, en un entorno protegido y protector, con seres humanos adultos que nos trataban con toda la paciencia del mundo… más o menos como se suele suponer que hacen los monitores de campamentos para niños y adolescentes. Me fascinaban sobre todo dos personas: el cocinero, que tocaba una flauta de pan, con sus pintas de hippy reconvertido y algo bohemio; y el director del campamento, con sus gafas de concha y su impresionante bigote… y su mirada dulce… En aquella ocasión le acompañaba su hijo Enrique, más o menos de nuestra edad, y que participaba en las actividades con los demás niños…



Hay personas que pueden marcarte para bien y para mal, pero en el caso de mi amigo Quique fue para bien. Siempre tenía paciencia con los demás niños, pero en él yo supe encontrar algo muy especial: era la primera persona adulta que me inspiraba confianza desde el primer momento, que se paraba a hablar conmigo y me escuchaba como si yo fuera, no solamente un niño (en aquellos tiempos, a los trece años, todavía éramos niños, no como ahora…) sino como a una persona… Me explico un poco mejor: en él encontraba algunas cualidades que siempre asociaba con la figura paterna, y que en mi caso no había experimentado en casa por el carácter cambiante de mi padre. Supongo que para los demás niños, incluso para mi hermana, no era más que otro adulto encargado de cuidarles y de asegurar el buen funcionamiento del campamento, pero yo supe encontrar casi un segundo padre… en el momento en el que más lo necesitaba. Gracias a él perdí en cierta medida el miedo a los demás, me sentía especial a su lado… siempre estaba allí, dispuesto a escuchar a los niños… Todavía sigo sin saber muy bien lo que él vio en mi, quizás simplemente fuera una cuestión de química, o de bondad, pero me sentía muy bien a su lado… y me sigo sintiendo igual cuando veo las viejas fotos de aquellos tiempos… Todos los niños necesitan una figura paterna, y él fue la mía… complementaria a la de mi padre y de mi abuelo.



De todas las actividades programadas, recuerdo con especial cariño las veladas al amor del fuego, tirados por el suelo o sentados en los bancos, mientras los adultos contaban leyendas cántabras, nos hacían participar en las canciones (como la de la hormiguita en la patita… que me está haciendo rosquillitas… y no me deja caminar, caminar, caminar… que se cantaba en varias ocasiones, utilizando siempre la misma vocal… “tongo ono hormogoto on lo pototo… qo mo ostó hocondo cosqollotos… o no mo dojo comonor, comonor, comonor…”), tocaban la guitarra o la flauta de pan, todo ello a la vacilante luz de las llamas... Aquella fue también la primera vez que escuché una canción de los “Hombres G”, “El ataque de las chicas cocodrilo”, y desde aquél momento empecé a seguir el grupo… También hacíamos otras cosas, como paseos por el campo, excursiones al lavadero o al río, paseos por la naturaleza… y el taller de escritura, en nuestro caso poco más que pequeños cuentos, pero de todas formas puede decirse que aquella fue la primera vez que escribí algo de ficción…Más allá de las propias actividades, lo importante era cómo nos hacían sentir: descubridores de otros mundos, de otros universos, culturas, sueños…



Pero lo que más me marcó fue una marcha “de orientación y supervivencia”… que duraría casi dos días completos, y cuyo colofón era pasar la noche en una vieja ermita, perdida en mitad de los campos... Pasamos una larga jornada caminando por senderos dentro del bosque, o siguiendo en ordenada fila india, divididos en patrullas: la mía era el “Primer Grupo Castores”, y nuestro estandarte era de color rojo. Lo de menos era el caminar, lo más importante era el contacto directo, a veces demasiado cuando se nos acercaba demasiado una vaca de los campos que atravesábamos, o cuando teníamos que ponernos a cazar mosquitos, que de lo contrario se cebarían con nuestra sangre… Lo más mágico, al menos para mí, fue el ir descubriendo el mundo: la niebla nos rodeaba de vez en cuando, y lo único que existía era el perfil de la persona que nos antecedía, los rumores de los cantos de algunos de los chicos y de los monitores. Llegamos ya de anochecida a la vieja ermita, bajo un cielo plagado de estrellas que nunca me habían parecido tan grandes y tan cercanas, cenamos los tradicionales bocadillos de chorizo y las piezas de fruta que nos habían repartido antes de comenzar la marcha, y nos dispusimos a pasar la noche de la mejor manera posible, recostados en el suelo, abrigados hasta las cejas dentro de los sacos…



Aquella noche tampoco dormí demasiado, lo confieso: pasé gran parte de ella pensando que era una lástima que pocos días tarde terminase el sueño y tocase volver a la realidad. También pasé un buen rato velando el sueño de una de las compañeras, una preciosa adolescente cuyo nombre no recuerdo, con su melena cobriza relumbrando a la luz del fuego… Yo era por aquél entonces un chico muy tímido, en muchos aspectos lo sigo siendo, y ella, la menor de “las tres gracias” (así las llamaba por su belleza, y no era el único) que siempre iban juntas, y que deberían tener unos quince años… ¿qué podía esperar yo, un chico normalito y bastante tímido (todavía lo sigo siendo en muchos aspectos) de ella, salvo alguna sonrisa cuando se daba cuenta de que la estaba mirando? Al final, muy a mi pesar, amaneció, y reemprendimos el camino, en esta ocasión volvimos al pueblo desde Cabezón de la Sal, en un autobús escolar…



Y pasó el tiempo, y se acercaba el último día… Era el momento de las celebraciones, entre otras un concurso de cuentos, un rodeo americano (nos enfrentamos individualmente a una oveja dentro de uno de los corralones), un concurso de saltar a la comba y varios juegos de habilidad (entre ellos la carrera con el huevo duro en el cucharón, pescar una manzana con los dientes en un barreño de agua y formar una torre humana)…Llegó el momento de repartir entre los asistentes las medallas de madera, con el nombre del niño, el grupo al que pertenecía, un pedacito del estandarte… Hubo lágrimas aquella última noche, yo fui uno de los que lloraron hasta quedarme dormido, dentro del refugio de mi saco, porque se terminaba el sueño…



Volvimos a Madrid, creo que también en el tren correo, nuestro padre fue a buscarnos a la estación, al día siguiente volvimos al colegio, con sus rutinas y obligaciones… Y todo habría quedado así, como el recuerdo de un sueño que se va desvaneciendo con el paso del tiempo… si no hubiera sido por las cartas. Porque no podía olvidar a Quique, al monitor y dueño del albergue, lo que me había hecho sentir con su paciencia, su apoyo, su cariño… Empezamos a escribirnos con regularidad, todavía guardo todas sus cartas, porque en ellas encontraba buenos consejos, le contaba mis penas, mis males de amores, casi como me habría gustado contárselas a mi propio padre… No lo sé, quizás puse en él muchos atributos de figura paterna, porque siempre tuvo paciencia para escucharme… incluso a través de las cartas… Durante muchos años estuvimos escribiéndonos, con periodicidad variable…y le conté algunas de mis historias de amor… y muchos sueños… y nos hicimos amigos… un adolescente lleno de sueños y un adulto que le dio alas para soñar…



Pasaron los años, y me fui haciendo mayor… Y volví Santander, y pasé la noche en su casa, con su mujer y con su hijo… Y regresé a Bárcena Mayor, donde me alojé en un viejo molino, porque no había sitio en el albergue… y pasé otra noche contando historias a la luz del fuego, con los demás monitores, en un prado… y conté una de las leyendas que me habían contado en aquél año mágico, la del río de recuerdo, y repetí la marcha de supervivencia, en esta ocasión solo, armado con un mapa del Ejército y una buena brújula… y dormí en la misma ermita… y me despertaron los mugidos de las vacas y la voz de su pastor, que se encontró la puerta de la ermita cerrada desde dentro… y me enfrenté a dos buitres que confundieron mi siesta con el último reposo del guerrero (me costó un poco convencerlos de que me dejaran en paz)…



Unos cuantos años más tarde, quizás tendría ya los veinte, estaba en casa con mis padres una tarde de otoño, cuando sonó el teléfono, y al levantar el auricular escuché una voz de mi pasado… ¡Era mi amigo Quique, que había venido de viaje a Madrid, y me llamaba para quedar a tomar un café! Fue un rato muy entrañable, hablamos de muchas cosas, de los recuerdos antiguos y los nuevos, de sentimientos, de la manera en que habían cambiado nuestras vidas. Y fue entonces cuando me hizo un gran regalo, pues me trajo unas espectaculares fotografías al estilo antiguo, viradas al sepia y luego coloreadas con acuarela, de aquellos días mágicos. Allí estaban los monitores formando un grupo, antiguos paisajes a los que les había cogido tanto cariño, incluso una de “las tres gracias”, que con el paso de los años me seguían mirando, jóvenes para siempre… Todavía las conservo…



Años más tarde, teniendo novia formal, regresé a Asturias, la tierra de mi padre, y aprovechamos un día gris para acercarnos a Santander en coche, con el gato incluido, y alquilamos una habitación en un hotel de carretera. El objetivo era ver a Quique, presentarle a mi novia, y estar con él unas horas. Quedamos con él en la zona antigua, nos fuimos a tomar la típica ración de “rabas” a un bar llamado “El Gelín”, nos dimos una vuelta por los alrededores, y terminamos comiendo en un restaurante marinero de la periferia, donde también nos hicimos varias fotos, que también conservo con cariño… Posteriormente, le invité a nuestra boda, pero no pudo venir, fue una de las ausencias que más lamenté en aquél día especial…



No nos hemos visto desde hace años, cosas que pasan, supongo, y las cartas son ya muy escasas… Pero me sigo acordando de él, nuestra amistad permanece…Y seguimos hablando por teléfono, recordando los viejos tiempos… Y releo sus cartas de vez en cuando… y sigue estando allí… salvo que mientras que yo me voy haciendo mayor, más adulto, él se va haciendo más viejo, y le surgen los achaques…



Pero me basta con coger la medalla de madera para sentirme mejor, más joven y con más sueños… La misma medalla de madera que gané durante el año mágico… que parece salido directamente de un cuento…



Mi viejo amigo Quique… en el país de los cuentos….